Cruzar la meta siempre es morir de nuevo. No importa la
distancia que se haya recorrido antes de aproximarse a la línea final y no
importa el cansancio que se siente, siempre durante los últimos momentos uno se
llena de energía y resplandece a pesar de todo el trayecto tal como ocurre con
los enfermos terminales y ancianos, quienes luego de un larga agonía
experimenta un último momento de lucidez como si la enfermedad empezara a
curarse. Esa mejoría tan evidente, es similar a la de un atleta cansado que se acerca
a la meta y usa todas las energías restantes y hasta las inexistentes para cruzar
la meta y finalmente poder detenerse. El enfermo experimenta esa lucidez efímera
dominado por un deseo de morir que se esconde en el subconciente
mientras el consiente busca perpetuar la vida. Así también, el atleta se apresura durante el
último tramo para morir nuevamente, porque la resurrección se logra en una lucha a muerte con uno mismo y morir es
un propósito forzado, una meta que nos alcanzará si huimos, una meta que siempre nos
encontrará si nos escondemos.
Cuando la luz de una vela se va volviendo débil y está próxima a desaparecer, tiene un momento
en que se vuelve grande para luego apagarse de una vez por todas. Como esa
vela, se suele aumentar el paso cuando la meta está cerca. Como esa vela,
ocurrió con aquel ateniense que fue apagándose poco a poco para cumplir con su destino; aquel guerrero resplandeció con
sus últimas energías y gritó Alegraos Atenienses, hemos vencido. Luego
murió y nos mostró de qué color es la luz de una vela cuando ya está apagada. Por eso, me gusta pensar en la muerte como una meta
que no sé adónde queda, una meta a la que puedo aproximarme al paso que yo he
elegido. Sé que es mejor vivir con las pulsaciones aproximándose a la muerte, y
no vivir una vida que es un espejismo; sólo así, a lo mejor y comprenda como el
soldado ateniense, que la meta está después
del último latido.
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